martes, 15 de noviembre de 2011

Violencia e irracionalidad de guante blanco

Con una devastadora película de violencia racional, el director germano Michael Haneke quebrantó en Funny Games (1997) la imaginaria e idílica sensación de seguridad de la clase media centroeuropea. El cineasta dibujó primero un apacible paraje turístico (uno de esos cientos que se encuentran repartidos por el Viejo Continente; con sus casas unifamiliares, sus jardines delimitados por setos de metro y setenta centímetros, sus canes guardianes y sus monovolúmenes aparcados en las puertas); para convertirlo después en un infierno refinado y exquisito. Para ello, invitó al espectador a una urbanización de las afueras, donde una familia estándar disfruta de sus vacaciones de verano, de sus encantadores vecinos (aquellos con los que cenas alguna vez) y de su barco amarrado en el muelle del lago. Un incomparable paisaje en el que irrumpen dos jóvenes ataviados con las ropas más elegantes, los modales más delicados y un cuestionable sentido de la moralidad.

De esta forma, en las reposadas y tranquilas existencias de los protagonistas surge un nuevo factor, perturbador y distorsionador, capaz de acabar con la percepción de seguridad con la que vivían hasta ese momento. Los dos turbulentos personajes llegan, según parece, con la inocente intención de pedir un par de huevos. Una demanda que desencadena finalmente una espiral de violencia razonada, apoyada por las explicaciones de los dos jóvenes, hábiles en sus procesos deductivos, que jamás esclarecen a la sufridora familia el porqué de sus penurias. Y es que, como bien se empeña en exponer el cineasta, el objetivo de estos simpáticos e ingeniosos postadolescentes no pasa por el robo de vehículos de lujo o joyas; por sustraer televisiones de plasma de no sé cuántas pulgadas, ordenadores portátiles o videoconsolas de última generación. Para nada. Tan sólo quieren experimentar con el mal en si mismo (con la pura maldad), introducir en las relaciones de dos padres y su hijo un elemento inquietante y angustioso, que les obligue a preguntarse a si mismos el porqué son ellos los elegidos para ese juego macabro y enloquecedor.



Es decir, Haneke logra escudriñar la conciencia colectiva de la clase media, adentrarse en sus miedos y temores. Invade su apacible y monótona vida; acaba con sus referencias, con sus certezas y certidumbres; empujándola por un precipicio de inseguridad y terror. El director austriaco le habla en este film al ama de casa, al autónomo y al oficinista; interpela al profesor, a la abogada y al administrativo; conversa con el universitario, el empresario y la médico. Para advertirles a todos ellos de que esa burbuja protectora podría estallar en cualquier momento; que la mera aparición de ese elemento perturbador puede acabar con su amena existencia .

“Quienes se sienten a contemplar este infierno cotidiano por vez primera hallarán una fábula que no es tal sobre la banalización de la violencia en el mundo en que vivimos. La incomodidad empapa cada segundo de un metraje maquiavélicamente convincente, en el que el elenco central ─y único, a decir verdad─ coloca a la platea en la desagradable tesitura de aceptar lo que está contemplando como algo peligrosamente cercano”, explica el crítico José Arce.

Así, con el objetivo de combatir a la violencia con ésta misma, el cineasta opta por la transgresión y se enfrenta al conformismo clacista; desafía a aquella parte de la sociedad sumergida en el vacuo consumismo. El director alemán elige en esta ocasión la furia y el impacto para contar su historia; al igual que ya hiciera posteriormente con La Pianista (2001) o La cinta blanca (2009). “Eso implica, en mi caso, que retorno a una experiencia tan hipnótica como indeseable; que se me va a incrustar en la retina y en el oído, que no sé si me gusta o me da asco, que admiro el talento de Haneke al crear una atmósfera siniestra, sensación de amenaza y de progresivo espanto, imágenes y sonidos muy poderosos, pero también la seguridad de que estoy asistiendo a un espectáculo perverso, a la pornografía de la violencia”, concluye Carlos Boyero, experto en cine en el diario El País.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente

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