jueves, 7 de marzo de 2013

Historia de dos ciudades, por Alberto Rodríguez

Es la leyenda de un lustro. De 1987 a 1992. Es el transcurso del tiempo, la transformación social, el pelotazo urbanístico, los yonkis de los 80, la maldita heroína, la España del VHS y del Beta. Grupo 7 (2012) es el pasado de Sevilla, sin ser su historia. Es el currículo de lo inacabado, de lo latente y cambiante; es el retrato de un mundo religiosamente pagano y profundamente devoto. Es la narración de dos ciudades en una: la cara bonita y el lado oscuro de la capital andaluza. Alberto Rodríguez, intenso director español, construyó un relato policiaco en el lecho del Guadalquivir. Con la Expo 92 como telón de fondo y horizonte, el cineasta regala una película de acción y costumbrismo. Una metafórica mezcla de lo mejor y lo peor, de las dos caras de la moneda, de la finísima línea por la que debe andar el hombre; ese delicado hilo que separa la corrupción del ejemplarismo. 


Acelerada. Penetrante. Fuerte. Sutil. El film perfila a un equipo de agentes metidos a chanchulleros, a narcotraficantes y a matones. La ciudad hispalense se preparaba para la Exposición Universal y les tocaba a ellos limpiar las calles del centro. La basura había que sacarla del casco urbano y esconderla bajo las alfombras, convertidas en extrarradio y polígonos (donde aún reposa; aunque, tan lejos, quienes mandan apenas la ven ahora). Liderados por un pésimo y artificial Mario Casas, uno de los pocos puntos flojos de la cinta, el Grupo 7 cambia papelinas por información, dinero y confidencias; permite que algunos prosigan con su cuestionable negocio, mientras encarcelan a otros. Y, todo ello, para lustrarse con éxitos policiales y medallas. Los cuatro protagonistas recurren a los métodos que deben combatir: la mentira, el chantaje, la intimidación y las palizas indiscriminadas.

Desde luego, la película de Alberto Rodríguez es un cuadro de la Sevilla en transición, de la Sevilla de andamios y grúas, de la Barqueta a medio edificar. Y en esa imagen en construcción sobresale un Antonio de la Torre sublime, delicioso, carismático y penetrante. Un actor inconmensurable que contrasta radicalmente con el adulterado Mario Casas. De la Torre exhala cine. Cada mirada, cada silencio, cada palabra inunda la pantalla. Junto a él, otros enormes secundarios (Joaquín Núñez y José Manuel Poga) que ejercen de idóneo contrapunto, al más puro estilo del Arlequín de la Comedia del Arte italiana. A través de ellos la película se nutre con chascarrillos y guasa de roña y grasa, de taller mecánico y tasca de barra metálica, de cerveza en caña baja y platillo de avellanas. Ellos perfilan esa adecuada textura social que enmarca la Sevilla pre-Expo 92. Un ambiente de capillismo y progreso, de excesos, de inusitadas miradas al futuro y olvido del pasado.


Aún así, el director español se esfuerza a la hora de hablar, sobre todo, de la impunidad y la doble moral. El cineasta acierta cuando conversa con los bajos fondos de la ciudad, aliñados al limón del sudor andaluz, de la ternura de clase baja. Hay carroña y sinvergonzonería. Hay putas y policías. Hay heroínas. Y, sobre todo, hay droga, yonkis, jeringuillas y papelas. Un conjunto armonizado con la textura del drama y costumbrismo urbanita.

Rodríguez disfraza sus argumentos con estampas cotidianas: la comunión del chiquillo, la botella de whisky, el llanto del niño a medianoche y el politiqueo consistorial. Gracias a ello, a ese contraste, el director logra sacar una sonrisa al espectador en ciertos momentos; y, además, en otros, consigue arrancarle una mueca al universo de los fracasados. Al fin y al cabo, Grupo 7 es una película de senderos. Un film que describe los caminos de la vida y como estos se entrecruzan, como los buenos y malos se encuentran destinados a hallarse en el asfalto (para darse la mano o enfrentarse, ya cada uno elige). 

Publicado en la revista Nuestro Ambiente (Montilla)

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