jueves, 9 de mayo de 2013

El ‘landismo’ bien entendido

En un bareto de extrarradio; en una de aquellas tascas de los años 80 del Madrid de las afueras, de la castiza capital, donde los “menuses” rondaban los cuarenta duros y las colillas perfilaban un camino en el suelo; donde las tragaperras tintineaban y los rebotes de los pinball resonaban en las encimeras metálicas. Allí, justo en un sitio tan rancio como aquel, arranca la espectacular El Crack (1981). Un film español dirigido por José Luis Cuerda y liderado por el constante Alfredo Landa. 



Una película de cine negro que elige los bajos fondos nacionales para dibujar el Madrid más auténtico, aquel que se escribía en las páginas de sucesos de los periódicos, el de las navajas y jeringuillas; una cinta que aborda el relato de aquella ciudad que acudía a las veladas de boxeo, cuando los púgiles de barrio todavía robaban portadas a las estrellas del fútbol nacional y cuando en Vallecas aún se aupaba un potro, al que los ojos morados y las narices dobladas poco le importaban; aquel Madrid donde los barberos tenían un hueco en la Gran Vía, antes de que las cadenas de moda arrendaran los locales de esa histórica avenida y los fashion victims la eligieran como centro de una globalización mal entendida, de una similitud ciertamente espeluznante. Aquella capital de los 80, de las huelgas obreras y de la crisis económica, de las pancartas y de las conquistas sociales, de los últimos seitas y de la Transición y de la Democracia naciente; aquella ciudad, la de la rumba y la de los mercadillos, es la auténtica protagonista de una cinta vibrante y madura.

En El Crack no hay efectos especiales, ni estrellas adolescentes, ni personajes de series televisivas que arrastran la histeria colectiva hasta el patio de butacas. En la obra de Cuerda no existen movimientos de cámara renovadores, ni planos nunca vistos antes en gran pantalla. Para nada. El director manchego se conforma con estructurar una muy buena historia, un excepcional relato. Un cuento clásico con sus héroes y sus antónimos villanos. Y, para ello, echa mano de un Alfredo Landa comedido, callado, serio, duro, riguroso y áspero. Un actor de registros enfrentados que aprovechó la ocasión para afianzar su memorable paso –aquel concepto que llamarían landismo- por el séptimo arte patrio, ese que se rueda por debajo de Los Pirineos y que tanto se denosta últimamente por estos lares. Alfredo Landa hace de detective privado. Básicamente, porque nadie imagina un tipo de protagonista más idóneo para un film de cine negro. Además, el estereotipo prosigue: es un antiguo agente de la Brigada de Investigación Criminal, que se vio obligado a abandonar el Cuerpo cuando los jefes se corrompieron en demasía y que, ahora, consigue el sustento con los casos que le traen a su despacho. Un lugar –como no podía ser otra- mal iluminado, donde una pequeña bombilla luce incapaz de acabar con las sombras de su pasado.


Pero de poco importan los estereotipos cuando la historia se cuenta tan bien y la fábula adquiere tintes tan realistas. De poco importa que un hombre acuda a Landa para pedirle que busque a su hija, desaparecida de su hogar hace un par de años; de poco importa que las drogas, la prostitución y las corruptelas políticas y económicas irrumpan en el metraje; de poco importa que el dinero sucio, la traición y la felonía interpreten también sendos papeles principales.

José Luis Cuerda y Alfredo Landa construyen una película de suburbio, de calles mal adoquinadas y de pistolas oxidadas y encasquilladas. Con un único Madrid como protagonista y con su pasado como principal línea argumental. Es una visión verdadera de aquella capital; una mirada alejada de la endulzada versión que ahora ronda por los escritos de la memoria; una ojeada que asevera que, lejos de aquellas pijadas de la Movida y los Hombres G, lejos de aquella clase media que sacaba la cabeza por entonces; lejos de todo aquello existía un lodazal sobre el que se levantaban los rascacielos. Un mundo que aún existe, aunque ahora se encuentre aún más en el extrarradio y aún más en las afueras.


Publicado en la revista Nuestro Ambiente (Montilla)

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